
Introducción
La Guerra de la Restauración Dominicana (1863–1865) no fue solo una contienda militar contra el imperio español: fue, sobre todo, una pugna por el sentido de la soberanía, por la forma del Estado y por el tipo de liderazgo que debía prevalecer en la República. En ese arco dramático confluyen tres figuras decisivas Pedro Santana, Gaspar Polanco y Gregorio Luperón cuyas actuaciones, motivaciones y estrategias dejan ver el tránsito del país desde el caudillismo conservador de mediados del siglo XIX hacia una noción más amplia y moderna de ciudadanía y nación. Este ensayo examina, primero, las razones que empujaron a Santana a buscar la anexión a España; luego, el rol político-militar de Polanco dentro del proceso restaurador; y finalmente, la manera en que Luperón alcanzó un protagonismo que marcaría no solo la guerra, sino el horizonte político posterior.
I. ¿Qué empujó a Pedro Santana a la anexión de 1861?
La decisión de Pedro Santana de propiciar la anexión a España, proclamada en marzo de 1861, fue el resultado de una confluencia de factores estructurales y personales:
- Seguridad y lógica de frontera. Tras la independencia de 1844, la joven República lidió con incursiones y tensiones permanentes con Haití. Santana hombre de armas, forjado en la guerra percibía la seguridad en términos de protección externa. En su cálculo, la tutela de una potencia europea garantizaría la paz en la frontera y desalentaría una eventual reunificación bajo dominio haitiano.
- Crisis fiscal y fragilidad institucional. La economía dominicana arrastraba deudas, un sistema fiscal rudimentario y baja capacidad recaudatoria. Los gobiernos debían financiarse con empréstitos onerosos o concesiones, lo que generaba ciclos de inestabilidad. La anexión prometía sueldos regulares, infraestructura y “orden” administrativo a cambio de soberanía.
- Contexto internacional. El mundo atlántico de los años 1860 vivía un reflujo imperial: España tanteaba recuperar espacios en el Caribe; Francia intervenía en México (1862); Estados Unidos, distraído por su Guerra Civil (1861–1865), no podía ejercer la Doctrina Monroe con la fuerza habitual. Para Santana, era “el momento” para vincularse a una metrópoli antes de que el país cayera en otra órbita o en una nueva guerra civil.
- Cultura política conservadora y liderazgo personalista. Santana personificaba un conservadurismo de orden y jerarquía: desconfiaba del pluralismo político, de las “sociedades de ideas” y de la prensa crítica cibaeña. La anexión también le ofrecía legitimidad personal: como gran artífice de la independencia militar, podía reubicarse como garante de una “paz duradera” bajo el pabellón español, neutralizando a rivales y asegurando su lugar en la historia como salvador del territorio, aunque fuera a costa de la soberanía política.
- Apoyos internos. Parte del clero (destaca la figura del arzobispo Tomás de Portes e Infante) y segmentos de élites urbanas vieron con buenos ojos la anexión, esperando estabilidad, comercio más activo y protección de propiedades. Esa alianza social le dio a Santana cobertura simbólica y operativa.
Estas razones no eran meramente ideológicas: respondían a una estrategia de supervivencia del Estado tal como Santana lo entendía. Pero el remedio agravó la enfermedad: la presencia española reinstaló viejas jerarquías coloniales, tensó la vida económica y ofendió el sentimiento nacional, en especial en el Cibao y los puertos del norte.
II. Gaspar Polanco: entre la espada y la política
La Restauración estalla el 16 de agosto de 1863 con el Grito de Capotillo y, muy pronto, Gaspar Polanco emerge como uno de sus comandantes más eficaces. Campesino-soldado del Cibao, de prestigio ganado en campaña, Polanco es clave por tres razones:
- Organización militar y método. Polanco domina la guerra de recursos escasos: movilidad, conocimiento del terreno, golpes de mano y cercos oportunistas. Su conducción en el Cibao contribuye a quebrar el dispositivo español al obligarlo a defender plazas dispersas y costosas.
- Ruptura con el gradualismo de Salcedo. En 1864, desconfiando del presidente restaurador José Antonio “Pepillo” Salcedo a quien sectores acusaban de tibieza o de abrir puertas a arreglos con España, Polanco encabeza un golpe que lo aparta del poder. La destitución y posterior ejecución de Salcedo (1864) revelan la tensión interna del movimiento: ¿negociar una salida con garantías o llevar la guerra hasta la retirada total? Polanco, reflejando el sentir de buena parte del ejército restaurador, se inclina por maximizar la presión bélica y cerrar el camino a componendas.
- Breve jefatura y legado. Como Jefe Supremo (finales de 1864–inicios de 1865), impulsa una línea de dureza militar, centraliza mandos y procura disciplina. Su liderazgo, aunque corto y controvertido, ayuda a sostener el pulso hasta que Isabel II decreta la liquidación de la anexión (3 de marzo de 1865) y las tropas españolas evacúan definitivamente la isla (julio de 1865). Polanco encarna así el rostro implacable de la guerra: efectivo para forzar el desenlace, pero a un costo político y de cohesión que luego pesará en su proyección.
En síntesis, Polanco fue el cirujano del movimiento: cortó de raíz la ambigüedad y empujó hacia la victoria militar total, aun a sabiendas de que eso fracturaba liderazgos y sensibilidades dentro de la causa restauradora.
III. Gregorio Luperón: de la pólvora al proyecto de nación
Si Polanco simboliza la contundencia militar inmediata, Gregorio Luperón representa el tránsito de la guerra hacia un proyecto político nacional. Su ascenso a la centralidad política se explica por una combinación de méritos en campaña, habilidades organizativas y visión de largo plazo:
- Forja militar y capital simbólico. Luperón participa desde el inicio en la insurrección del norte; su arrojo en acciones decisivas, su presencia en los puertos (clave para el abastecimiento) y su carisma le dan reputación entre soldados y civiles. Hábil en la guerra irregular, entiende tanto el combate como la batalla de la opinión: proclamas, redes con comerciantes y vínculos con el exterior incluida la tolerancia del presidente haitiano Geffrard, que permitió canalizar armas y refugio alimentan su liderazgo.
- Unidad en la diversidad. A diferencia de otros jefes más localistas, Luperón cultiva puentes entre cibaeños, sectores urbanos del norte y patriotas del sur, y maneja con tacto las rivalidades entre caudillos. Su autoridad no proviene solo del mando sobre hombres armados, sino de una capacidad de articulación que le gana confianza más allá del campo de batalla.
- Del fin de la guerra a la política nacional. Tras la evacuación española en 1865, el país no entra automáticamente en estabilidad. Las viejas tentaciones anexionistas resurgirán ahora bajo Buenaventura Báez hacia Estados Unidos (1869–1870) y las luchas faccionales continuarán. Es aquí donde Luperón se consolida como referente: defiende con firmeza el principio de soberanía, apuesta por una República civil con anclaje en la legalidad, impulsa reformas y termina liderando el llamado partido Azul, que encarna una modernización liberal moderada. Su gobierno provisional (1879–1880) no fue la cima del poder por su duración, pero sí por su significado: orden fiscal, educación, libertades públicas y un horizonte anti-anexionista claro.
- Una ética pública distinta. Luperón comprendió que la independencia no podía agotarse en la expulsión del extranjero: debía traducirse en instituciones, ciudadanía y proyecto económico. Su prestigio creció precisamente porque encarnó con sus límites y contradicciones la idea de un Estado que no fuera botín de caudillos ni rehén de potencias.
Conclusión
La Restauración Dominicana fue, a la vez, una guerra de independencia y una guerra civil de ideas. Pedro Santana, empujado por la obsesión del orden, la seguridad fronteriza, la crisis fiscal y un contexto internacional que parecía propicio, apostó por el paraguas imperial a cambio de la soberanía: una solución conservadora que pretendía salvar el Estado sacrificando la República. Gaspar Polanco, desde el fragor de la campaña, aseguró con su determinación que la guerra no se desviara hacia arreglos equívocos, conduciendo al desenlace que rompió definitivamente con la anexión. Y Gregorio Luperón, soldado convertido en estadista, transformó el capital militar en capital político, ofreciendo al país un programa de modernidad republicana y de soberanía activa frente a cualquier tentación neocolonial.
La historia dominicana de la segunda mitad del siglo XIX se entiende mejor mirando esa tríada en tensión: el orden sin república de Santana; la espada necesaria pero de filo político de Polanco; y la república con proyecto de Luperón. De su choque y su relevo nació una independencia restaurada en lo militar y, poco a poco, refundada en lo político. La lección es nítida: la soberanía solo perdura cuando se sostiene, no en la protección de una potencia, ni solo en la victoria de un ejército, sino en la construcción perseverante de instituciones, ciudadanía y un horizonte nacional compartido.
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